martes, 6 de noviembre de 2012

Mañana será otro día...

Sí amigo, sé lo que estás pensando. Sí, ayer fue un día difícil. Grité, pregunté, le reclamé a Dios por su silencio por todo este tiempo de soledad, de súplicas sin respuesta, de todo este tiempo de espera estéril, de esperanzas rotas. Por todo este tiempo en el que he venido recordando y cavilando en relación a todos los engaños, toda la hipocresía, toda la ineficiencia, todos los mitos, todos los abusos de confianza, todo el fraude moral y espiritual de que fui víctima por tantos años.

Le preguntaba a Dios, y  te lo confieso ahora, porque todo esto lo grité y lo dije en un sitio donde estuve completamente a solas con Dios. Le preguntaba, no, en realidad: le reprochaba, por qué no había recibido un poco, al menos un poco de lo necesario para salir de aquí. Cosas que me permitieran saber, entender, sentir, que mi voz es oída por él. Poder tener un poco más de seguridad y confianza que algún día lograría -lograríamos Wilson- salir de esta  prisión en que se ha convertido este bello lugar de la tierra, esta isla donde pude llegar –con el favor de Dios- para sobrevivir.

Yo estaba furibundo, fuera de mí, desesperado. Altanero, irreverente, llorando Wilson, llorando. No con ese gemido con el que lloré la muerte de mis padres, pero sí, con un profundo dolor por la ausencia de mis hijos, a quienes extraño desde que llegué a esta isla.

No le reprochaba a Dios, por qué me había permitido hacerme a la mar en ese barco en malas condiciones en el que naufragué hasta llegar acá. No, porque no le reprochaba a Dios por aquellas cosas que mi necedad y mi insensatez me han traído las consecuencias lógicas que acarrean las malas decisiones, o los apetitos insanos. Sino por aquellas cosas que jugaron un papel determinante y desgraciado en mi vida. Y por todos los inútiles esfuerzos que he hecho, esperanzado por dejar esta isla, ésta lejana isla apartada de todas partes, donde vivimos querido amigo. Fui un tonto, un ingrato. Una desesperanzada criatura en medio de la nada, atreviéndome a imprecar a mi Creador. Quizá a sabiendas que yo, no lograría acabar con su paciencia, ni mellar siquiera un poco su amor y su comprensión, o –peor aun- su indiferencia.

Porque en el fondo Wilson, no estaba culpando a Dios ni dudando de su poder ni de su existencia por su silencio. No amigo, no pensaba que Dios es cruel, ni que es sordo. Pero, por qué te voy a negar, sí le reproché que me tenga en esta condición, cuando no entiendo qué pasa, por qué vez tras vez, mi paciencia tendría que ser perfecta –como si eso fuera posible-. Como si la perfección fuera una cualidad humana.

Cuando pienso en todos aquellos que viven a sus anchas, y en compañía de sus hijos, es como si los envidiara de veras. Sí, entiendo perfectamente que hay muchos más que envidiarían mi suerte. No lo niego: Sobreviví al naufragio y Dios me provee lo necesario para seguir viviendo. Cuando pienso en aquellos pobres y miserables que no tienen siquiera un árbol que les de sombra ni una fruta qué comer, o un lugar tan hermoso como este. Pero por qué habría de aceptar esa fatalidad como un punto de comparación con el cual menguar mi angustia y mi rebelión. Hacer esto, ¿no sería algo equivalente a codiciar la condición de los que viven en mayor desgracia que la mía? ¿Acaso me podría sentir mejor que Job, solamente porque no tengo tres supuestos amigos que me estén refregando en la cara sus acusaciones sin fundamento? ¿O porque no perdí fama, posesiones, y familia en condiciones inesperadas, inexplicables y cruentas? ¿Es acaso, que todas mis desgracias se las debo a una apuesta entre  Satanás y Dios? ¿O sería acaso, que Dios me estaba provocando una muestra de coraje, para que deje de ser el creyente sumisamente ramplón que he sido en estos años de necesidades irresolutas, de engaños y desengaños, de desilusiones y mentiras?

No lo sé querido Wilson, lo único que puedo decirte, es que después de haberle despotricado a Dios en la cara, después de haberle dicho con sinceridad lo que había en lo más escondido y profundo de mi corazón, quedé vacío, sin más fuerzas, sin más amargura ni reproches. Con una especie de tranquilidad. Esa misma tranquilidad que sientes cuando al fin, has sido capaz de reclamar a otro, por tantos años y tantas veces que has tenido que ceder, que callar, que tolerar humillaciones, y maltrato. Cuando al fin te has armado de valor y coraje para decir llanamente: "no es justo" –no  que pueda yo reprocharle a Dios que él no es  Justo- , cuando al fin has tenido ese arresto de amor propio para decir: ¡Basta! No aguanto más.

¿Sería impropio que un enfermo en un momento de dolor y desesperación se queje por el dolor y por la incertidumbre de su destino?  ¿O simplemente, porque se niega a aceptarlo? Aunque tú no me has dicho nada (ni puedes) para refutarme, deja que lo ponga en este término para que me comprendas:
No sería justo, que un asesino apelara por justicia cuando está consciente de haber cometido un crimen. Tampoco sería justo, que un enfermo de cáncer se quejara de ello, si ignoró la advertencia de los riesgos del tabaco. Ni serian justas las quejas del que está enfermo por las consecuencias de algún vicio. Pero digamos, que una persona que padece una enfermedad cuya causa es ajena a su responsabilidad, o cuyo mal avanza a pesar de haberle buscado algún remedio. ¿No tendría derecho a la desesperación? ¿No crees Wilson, que podría ser comprensible su actitud?

En fin querido Wilson. Que después de la tormenta y de la calma, no me ha quedado por ahora otra cosa que la tristeza de aquel sobreviviente que se detiene un instante a contemplar la devastación. Para después, tomar una pala o sus propias manos, para empezar la tarea de recoger los escombros. Sí Wilson tienes mucha razón. Mañana, será otro día.

Ya’akov Ben Tzyion
Creyente.