Sí
amigo, sé lo que estás pensando. Sí, ayer fue un día difícil. Grité, pregunté,
le reclamé a Dios por su silencio por todo este tiempo de soledad, de súplicas
sin respuesta, de todo este tiempo de espera estéril, de esperanzas rotas. Por
todo este tiempo en el que he venido recordando y cavilando en relación a todos
los engaños, toda la hipocresía, toda la ineficiencia, todos los mitos, todos
los abusos de confianza, todo el fraude moral y espiritual de que fui víctima
por tantos años.
Le
preguntaba a Dios, y te lo confieso
ahora, porque todo esto lo grité y lo dije en un sitio donde estuve
completamente a solas con Dios. Le preguntaba, no, en realidad: le
reprochaba, por qué no había recibido un poco, al menos un poco de lo necesario
para salir de aquí. Cosas que me permitieran saber, entender, sentir, que mi
voz es oída por él. Poder tener un poco más de seguridad y confianza que algún
día lograría -lograríamos Wilson- salir de esta prisión en que se ha convertido este bello
lugar de la tierra, esta isla donde pude llegar –con el favor de Dios- para
sobrevivir.
Yo
estaba furibundo, fuera de mí, desesperado. Altanero, irreverente, llorando
Wilson, llorando. No con ese gemido con el que lloré la muerte de mis padres,
pero sí, con un profundo dolor por la ausencia de mis hijos, a quienes extraño desde
que llegué a esta isla.
No le
reprochaba a Dios, por qué me había permitido hacerme a la mar en ese barco en
malas condiciones en el que naufragué hasta llegar acá. No, porque no le
reprochaba a Dios por aquellas cosas que mi necedad y mi insensatez me han
traído las consecuencias lógicas que acarrean las malas decisiones, o los
apetitos insanos. Sino por aquellas cosas que jugaron un papel determinante y
desgraciado en mi vida. Y por todos los inútiles esfuerzos que he hecho, esperanzado
por dejar esta isla, ésta lejana isla apartada de todas partes, donde vivimos
querido amigo. Fui un tonto, un ingrato. Una desesperanzada criatura en medio
de la nada, atreviéndome a imprecar a mi Creador. Quizá a sabiendas que yo, no
lograría acabar con su paciencia, ni mellar siquiera un poco su amor y su
comprensión, o –peor aun- su indiferencia.
Porque
en el fondo Wilson, no estaba culpando a Dios ni dudando de su poder ni de su
existencia por su silencio. No amigo, no pensaba que Dios es cruel, ni que es
sordo. Pero, por qué te voy a negar, sí le reproché que me tenga en esta
condición, cuando no entiendo qué pasa, por qué vez tras vez, mi paciencia
tendría que ser perfecta –como si eso fuera posible-. Como si la
perfección fuera una cualidad humana.
Cuando pienso
en todos aquellos que viven a sus anchas, y en compañía de sus hijos, es como
si los envidiara de veras. Sí, entiendo perfectamente que hay muchos más que
envidiarían mi suerte. No lo niego: Sobreviví al naufragio y Dios me provee lo
necesario para seguir viviendo. Cuando pienso en aquellos pobres y miserables
que no tienen siquiera un árbol que les de sombra ni una fruta qué comer, o un
lugar tan hermoso como este. Pero por qué habría de aceptar esa fatalidad como
un punto de comparación con el cual menguar mi angustia y mi rebelión. Hacer
esto, ¿no sería algo equivalente a codiciar la condición de los que viven en
mayor desgracia que la mía? ¿Acaso me podría sentir mejor que Job, solamente
porque no tengo tres supuestos amigos que me estén refregando en la cara sus acusaciones
sin fundamento? ¿O porque no perdí fama, posesiones, y familia en condiciones
inesperadas, inexplicables y cruentas? ¿Es acaso, que todas mis desgracias se
las debo a una apuesta entre Satanás y
Dios? ¿O sería acaso, que Dios me estaba provocando una muestra de coraje, para
que deje de ser el creyente sumisamente ramplón que he sido en estos años de
necesidades irresolutas, de engaños y desengaños, de desilusiones y mentiras?
No lo sé
querido Wilson, lo único que puedo decirte, es que después de haberle
despotricado a Dios en la cara, después de haberle dicho con sinceridad lo que
había en lo más escondido y profundo de mi corazón, quedé vacío, sin más
fuerzas, sin más amargura ni reproches. Con una especie de tranquilidad. Esa
misma tranquilidad que sientes cuando al fin, has sido capaz de reclamar a
otro, por tantos años y tantas veces que has tenido que ceder, que callar, que
tolerar humillaciones, y maltrato. Cuando al fin te has armado de valor y
coraje para decir llanamente: "no es justo" –no que pueda yo reprocharle a Dios que él no es Justo- , cuando al fin has tenido ese
arresto de amor propio para decir: ¡Basta! No aguanto más.
¿Sería
impropio que un enfermo en un momento de dolor y desesperación se queje por el
dolor y por la incertidumbre de su destino?
¿O simplemente, porque se niega a aceptarlo? Aunque tú no me has dicho nada
(ni puedes) para refutarme, deja que lo ponga en este término para que
me comprendas:
No sería
justo, que un asesino apelara por justicia cuando está consciente de haber
cometido un crimen. Tampoco sería justo, que un enfermo de cáncer se quejara de
ello, si ignoró la advertencia de los riesgos del tabaco. Ni serian justas las
quejas del que está enfermo por las consecuencias de algún vicio. Pero digamos,
que una persona que padece una enfermedad cuya causa es ajena a su
responsabilidad, o cuyo mal avanza a pesar de haberle buscado algún remedio.
¿No tendría derecho a la desesperación? ¿No crees Wilson, que podría ser
comprensible su actitud?
En fin
querido Wilson. Que después de la tormenta y de la calma, no me ha quedado por
ahora otra cosa que la tristeza de aquel sobreviviente que se detiene un
instante a contemplar la devastación. Para después, tomar una pala o sus
propias manos, para empezar la tarea de recoger los escombros. Sí Wilson tienes
mucha razón. Mañana, será otro día.
Ya’akov
Ben Tzyion
Creyente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario